Tue May 3, 2011
En un callejón estrecho a la hora de la siesta. A esta hora la gente del sudeste Asiático duerme en hamacas, en su moto, en el suelo de su casa que lo es de su negocio, con las puertas abiertas. Niños, padres y abuelos.
Una señora me ve deambular, se levanta y me ofrece comida. Me siento en un pequeño taburete delante de la pequeña mesa. Me sirve un plato por 20.000 VND. Al otro lado del callejón, a una distancia que casi podría tocar con mi mano, una habitación donde se lleva a cabo una ceremonia. En el centro un hombre en posición de meditación que se agita como una estátua. Unas 60 velas encendidas tras él. A la izquierda una joven. Arriba flores, Buda y luces de colores parpadeando.
La mujer de la derecha recita pasajes de un gran libro empleando tonos hipnóticos que suben y bajan, marcando un ritmo con algo de madera y con algo de metal.
Un ventilador a cada lado refresca la situación. Los gatos esperan tumbados en el suelo. Primero uno y luego otro pretenden jugar con la camisa de la mujer que los ignora. Desisten.
El gato más delgado comienza a comportarse de manera extraña. Camina a cámara lenta, retuerce el cuello, gime, se flexiona de modos atípicos. El otro observa y sospecha. Sin desplazarse aleja su cabeza por precaución, como si supiera que su compañero está poseido.
Una cucharada más de noodles con vegetales y rollos fritos llega a mi boca en cuchara. Un gato que salta hacia atrás emitiendo un fuerte alarido tipo Alien-con-la-boca-abierta. Adrenalina que se mezcla con un virus dentro de mi cuerpo a 39°C.